Me gusta la paz
de la montaña.
Sé que Dios está ahí,
contemplando absorto
la pequeñez de su creatura
frente al magnífico paisaje
que sembró su mano.
Giro la cabeza y me veo solo;
y el miedo se apodera
de mis huesos que crujen
bajo el céfiro de la tarde.
Un frío lento me invade y se arrincona
en los huecos del alma.
Me envuelve el infinito
y la propia noche me encuentra
extraviado en ese cosmo imperturbable;
y siento que la soledad
es un río sin amarras que trepa
por la pendiente de mí sangre.
Dios sigue ahí,
en el miedo
en la soledad
en la angustia
en el suave temblor de la carne.
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