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(Imagen tomada de la web) |
Con la honda hecho un puñadito en su mano, el chango se escapó en el rigor de la siesta en busca de las lagartijas que desafían los soles impiadosos de Santiago.
Fue ahí, en los guadales reverberantes, donde encontró al duende, todo vestido de rojo, bailando chacarera en el ojo de un remolino. Al girar sobre los talones de sus pies descalzos para salir huyendo, se topó con su abuela que, látigo en mano, había salido a buscarlo. Era la hora en que las chicharras no le daban tregua al silencio.
Al igual que una lagartija, se paró en las uñas de sus patas, y esquivando el azote que chasqueba en el aire embravecido de fuego, disparó al rancho casi sin tocar el rescoldo.
La abuela que se desperezaba después de su siesta, al verlo llegar tan apurado, le preguntó con cierto aire de ternura, ¿de dónde venís chango? No habrás andao hondiando.