Atardece.
Miro hacia el poniente
y suelto mi imaginación
a ese absurdo círculo de idas y vueltas.
Miro las nubes deshilachadas
con sus bordes de fuego
que se asemejan
al rescoldo ardiente de una fragua
que se apaga lentamente.
Y recuerdo a mi padre
a quien no conocí
porque nadie nunca me dijo quien fue,
pero aún así extraño su ausencia.
Miro los pájaros que regresan
y al mismo tiempo imagino
el jadeo de su cansado vuelo
bajo el pesado sopor de una tarde
de baja presión atmosférica.
Me quedo ahí mirando.
Uniendo las nubosas hilachas
con las alas cansadas
y unos lejanos relámpagos
que se encienden y apagan
a lo lejos.
Un aroma de tierra mojada
destila fragancias que no conozco
pero que me hacen suponer
que llueve de arriba para abajo
como una bendición de los dioses
que habitan en las tormentas.
Recordé a mi abuela
que no era mi abuela
pero no conocí otra como ella.
Tenía la sabiduría
de los que saben poco
pero que conocen en profundidad
lo que aprendieron del gran
libro de la experiencia:
Intuyen los por qué de los sucesos.
Entonces presté atención
a los relámpagos que,
avecinándose, ampliaron
los laberintos de sus siluetas
flamígeras.
Y recordé las enseñanzas:
Relámpago rojo: viento.
Relámpago celeste: agua.
Relámpago verdoso: granizo.
Y de pronto me cubrió la noche.
Ahora llueve en mi alma.
Los nubarrones de tantas ausencias
contienen los tres colores
de los relámpagos.
Un arcoíris de soledades
aletea bajo la pesada
atmósfera de otras tormentas.
Ahora llueve de adentro hacia fuera.
Amanece.
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