La noche huele a mar.
Oleadas de pájaros
-confundidos-
se zambullen a ciegas.
El destino parece ser otro
náufrago entre las rocas
sangrantes y el mudo acantilado
es testigo de lo que no se ve.
También del olvido
de las profecías que pregonaron
los desiertos antes del diluvio.
Antes del dolor.
Nadie asistió al instante póstumo
en el que la primavera
dejaba caer su última lágrima
de frío y soledad.
Basta con mirar la anchura
de la noche en que el olvido
cambió el aroma por el rugido
para
truncar
las alas del amor.
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