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En la vacía rutina de mis horas, muchas veces me detuve a observar, hasta con lujo de detalles, la obra maravillosa de las Nereidas, en la Costanera Sur de Buenos Aires.
Una cierta noche de Abril, cálida y serena, dos mujeres que caminaban tomadas del brazo, como lo hacen las viejas amigas, paseaban alrededor de la fuente intercambiando sus pareceres. Me acerqué sin reparos, pensando que en cada alma solitaria siempre hay un tumulto de necesidades afectivas que pujan por estrechar vínculos, y expresé en voz alta mi admiración por la obra, como si fuera que la estaba viendo por vez primera y supiera algo de arte: ¡Qué belleza! ¡Cuánta armonía en la estética!
Ambas me miraron y se miraron y siguieron su marcha despreocupadamente. Yo me quedé parado boquiabierto dando la sensación de ser extraño al paisaje. En una nueva ronda, al pasar las mujeres y verme así, atónito, se acercaron y me abordaron con fastidio:
–Usted siempre viene por aquí -me dijo una- ya debe conocer de memoria cada detalle de la estatua.
–Perdón -le dije poniendo voz de hombre culto-, yo soy nuevo en esta ciudad, es la primera vez que veo esta magnífica obra.
–Mire -dijo la otra- lo vimos cientos de veces; este es nuestro parque. Aquí vivimos desde hace años y ambas conocemos cada uno de los rostros que se muestran asombrados, y el suyo es harto conocido.
–Discúlpeme Ud. -le dije cuadrándome como un caballero-, ¿cual es vuestro nombre?
–Yo me llamo Lola, dijo una. Y yo Alfonsina, dijo la otra, y desaparecieron.
Hace tiempo que no vuelvo a la Costanera. El médico me dijo que baje la dosis de soledad y me busque una amiga de carne y hueso.
Eduardo Albarracín
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