Una luna imprecisa se filtraba de a ratos por la trama vegetal del frondoso árbol. Abajo, en un banco de plaza, solitario y desvencijado, los enamorados se retorcían en abrazos confusos, entre labios mordidos y manos que intentaban penetrar zonas inhóspitas, enredadas entre la falda y el escote de la blusa. Como siempre pasa, es cuestión de insistencia.
Inmóvil, como una sombra más entre los arbustos del parque, Amancio Pérez, el policía de la ronda nocturna, esperaba.
Cuando la recia batalla cedió a la entrega y las ropas de a poco se fueron apilando en el suelo, Amancio soltó el huracán contenido en sus pulmones para soplar su silbato y los cuerpos relucientes bajo la luna, que ya se había animado a brillar a pleno, eran dos relámpagos que fulguraban detrás de los árboles buscando refugio.
¡Habrase visto, carajo!, le dijo el policía a su hija que temblaba de frio.
Eduardo Albarracín
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