Una suave música, casi inaudible en medio de los rumores, inundaba el recinto. Los asistentes, vistiendo sus mejores galas, esperaban ansiosos el inicio de la velada.
En el palco, las damas más conspicuas de la sociedad abanicaban sus rostros y, los caballeros, de riguroso frac, hacían girar impacientes sus galeras entre los dedos.
Estaba por comenzar el concierto.
En el escenario, la orquesta sinfónica realizaba sus aprestos y algunos sones, dispares y escuetos, paseaban por el pentagrama.
Las luces provenientes de mortecinos velones, en difusiva retirada, parecían esconderse detrás de los crespones negros que colgaban del cortinado.
Era un dos de noviembre, las almas desterradas de los egoístas ricachones no querían quedar afuera del festejo y organizaron un solemne responso en honor a sus egos.
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